A Azucena le gustaba acostarse pensando que en sus sueños tocaría la luna con la puntita de sus dedos, que esta le cantaría una nana y le regalaría un beso dulce del que se acordaría al despertar.
Le encantaba que de madrugada cayera una suave llovizna para que al despertar pudiera apreciar el brillante, impactante y colorido arco iris, al que tenía costumbre de pedirle un deseo.
Paseaba por las tardes en dirección al parque, para balancearse en los columpios y llegar alto, tan alto, que acariciaba los pajarillos y soñaba que volvía a abrazarse a la luna hasta que amanecía un nuevo día.